domingo, 17 de septiembre de 2017

Excursión del Club de Lectura de la Biblioteca de Borja. (II)

Bécquer y Veruela.

La Familia Becquer estuvo en Veruela desde diciembre de 1863 hasta julio de 1864. Pagaron 25 pesetas al año por su estancia en las dependencias de Veruela..
Su esposa, Casta Esteban y Navarro, estaba muy relacionada la Sierra del Moncayo. Originaria de Torrubia de Soria, tenía posesiones en Noviervas. El primer y el tercer hijo (Emilio Eusebio) de Becquer y Casta Esteban, nacieron en Noviervas. El nacimiento de Emilio Eusebio ocurre en un periodo doloroso para Bécquer por varias razones, además de las dudas acerca de la legitimidad de Emilio Eusebio. Las peleas entre la pareja son muy frecuentes.
Gustavo Adolfo Bécquer nació en Sevilla el 17 de febrero de 1836, en el barrio de San Lorenzo. 
Casa natal de Gustavo Adolfo Bécquer.
Falleció a los 34 años, el 22 de diciembre de 1836, coincidiendo con un eclipse total de Sol. Fue enterrado en Madrid pero en 1913, los restos de los dos hermanos fueron trasladados a Sevilla.
Valeriano Bécquer
Bécquer no sólo fue un hombre de letras, sino que estuvo muy relacionado con el mundo de la pintura junto con su hermano Valeriano. Su habilidad para la ilustración repercutió en el lenguaje becqueriano de algunas de sus obras dedicadas a la crítica de arte.
Gustavo Adolfo Bécquer
A la salida del funeral celebrado por Bécquer, el pintor y amigo Casado del Alisal propuso a varios de los asistentes la publicación (mediante una suscripción pública para recaudar fondos) de las obras del difunto para de esta manera, poder ayudar económicamente a la viuda e hijos del poeta y narrador. Gracias a esta iniciativa, Gustavo Adfolfo Bécquer fue reconocido en el mundo literario siendo actualmente, uno de los más grandes poetas españoles.
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Pinturas y dibujos de Valeriano Bécquer.
 
 



La Leyenda de la Corza Blanca:
Esta leyenda habla de Don Dionis, un soldado retirado que vive, en un castillo en Aragón, junto con su hija llamada Constanza, tan bella que le habían dado el sobrenombre de “Azucena del Moncayo”.
Un día que estaban descansando estuvieron hablando con un pastorcillo llamado Esteban. Este les contó que por aquí ya no había casi ciervos puesto que los cazaban, pero que un día vio huellas recientes de una manada, así que decidió ir esconderse por la noche para verlos, y que cuando llegaron, él juró haber oído que hablaban y habían dicho su nombre. Entonces se dio la vuelta y aseguró haber visto a una corza blanca. Don Dionis y su hija se rieron y no le creyeron, pero Garcés, un servidor y enemorado de Constanza, se lo creyó.
Una noche llegó Garcés sudando y dijo delante de todo el mundo que había oído hablar de la corza blanca a más gente, y que saldría a cazarla, pero no le creyeron.
Él decidió ir esa noche a cazarla para entregársela a Constanza y así conseguir su amor.
Estuvo esperando largo rato y se quedo dormido, hasta que algo le despertó. De pronto, vio que se dirigían al río un grupo de corzas, entre ellas una blanca. Las vio quitarse su traje de ciervo y convertirse en hermosas mujeres y bañarse. Entre ellas le pareció distinguir a Constanza, pero creyendo estar delirando se levantó para cazar la corza blanca. De repente salieron corriendo todas las corzas, y la blanca quedo atrapada en unas zarzas, y cuando Garcés le iba a disparar oyó que la corza le dijo:
- ¿Qué haces, Garcés?
Le pareció la voz de Constanza, pero de repente la corza salió corriendo, y él, creyendo todo lo anterior fruto de su imaginación, disparó.
Cuando llegó al lugar en que debía hallarse la corza, encontró a Constanza muerta bajo su ballesta.

GUSTAVO ADOLFO BECQUER. “Cartas desde mi Celda”.


Carta I
Queridos amigos: Heme aquí transportado de la noche a la mañana a mi escondido valle de Veruela; heme aquí instalado de nuevo en el oscuro rincón del cual salí por un momento para tener el gusto de estrecharos la mano una vez más, fumar un cigarro juntos, marchar un poco y recordar las agradables aunque inquietas horas de mi antigua vida.
[…]
Cuando sopla el cierzo, cae la nieve o azota la lluvia los vidrios del balcón de mi celda, corro a buscar la claridad rojiza y alegre de la llama, y allí, teniendo a mis pies al perro que se enrosca junto a la lumbre, viendo brillar en el oscuro fondo de la cocina las mil chispas de oro con que se abrillantan las cacerolas y los trastos de la espetera, al reflejo del fuego, cuántas veces he interrumpido la lectura de una escena de La ternpestad de Shakespeare, o del Caín de Byron, para oír el ruido del agua que hierve a borbotones, coronándose de espuma y levantando con sus penachos de vapor azul y ligero la tapadera de metal que golpea los bordes de la vasija.
Un mes hace que falto de aquí y todo se encuentra lo mismo que antes de marcharme.
El temeroso respeto de estos criados hacia todo lo que me pertenece no puede menos de traerme a la imaginación las irreverentes limpiezas, los temibles y frecuentes arreglos de cuarto de mis patronas de Madrid.
Sobre aquella tabla, cubiertos de polvo, pero con las mismas señales y colocados en el orden en que yo los tenía, están aún mis libros y mis papeles. Más allá cuelga de un clavo la cartera de dibujo; en un rincón veo la escopeta, compañera inseparable de mis filosóficas excursiones, con la cual he andado mucho, he pensado bastante y no he matado casi nada.
Después de apurar mi taza de café, y mientras miro danzar las llamas violadas, rojas y amarillas a través del humo del cigarro que se extiende ante mis ojos como una gasa azul, he pensado un poco sobre qué escribiría a ustedes para El Contemporáneo, ya que me he comprometido a contribuir con una gota de agua a llenar ese océano sin fondo, ese abismo de cuartillas que se llama un periódico, especie de tonel que, como al de las Danaidas, siempre se le está echando original y siempre está vacío.
Las únicas ideas que me han quedado como flotando en la memoria y sueltas de la masa general que ha oscurecido y embotado el cansancio del viaje, se refieren a los detalles de éste, detalles que carecen en sí de interés, que en otras mil ocasiones he podido estudiar, pero que nunca, como ahora, se han ofrecido a mi imaginación en conjunto y contrastando entre sí de un modo tan extraordinario y patente.

Carta IX. La Virgen de Veruela.
 A la señorita doña M. L. A.
Apreciable amiga: Al enviarle una copia exacta, quizás la única que de ella se ha sacado hasta hoy, prometí a usted referirle la peregrina historia de la imagen en honor de la cual un príncipe poderoso levantó el monasterio desde una de cuyas celdas he escrito mis cartas anteriores.
[…]
En el valle de Veruela y como a una media hora de distancia de su famoso monasterio hay, al fin de una larga alameda de chopos que se extiende por la falda del monte, un grueso pilar de argamasa y ladrillo.
En la mitad más alta de este pilar, cubierto ya de musgo merced a la continuada acción de las lluvias y al que los años han prestado su color oscuro e indefinible, se ve una especie de nicho que en su tiempo debió contener una imagen, y sobre el cónico chapitel que lo remata, el asta de hierro de una cruz cuyos brazos han desaparecido.
Al pie crecen y exhalan un penetrante y campesino perfume, entre una alfombra de menudas hierbas, las aliagas espinosas y amarillas, los altos romeros de flores azules y otra gran porción de plantas olorosas y saludables.
Un arroyo de agua cristalina corre allí con un ruido apacible, medio oculto entre el espeso festón de juncos y lirios blancos que dibuja sus orillas y, en el verano, las ramas de los chopos, agitadas por el aire que continuamente sopla de la parte del Moncayo, dan a la vez música y sombra.
Llaman a este sitio La Aparecida, porque en él tuvo lugar, hará próximamente unos siete siglos, el suceso que dio origen a la fundación del célebre monasterio de la orden del Císter, conocido con el nombre de Santa María de Veruela.
Refiere un antiguo códice y es tradición constante en el país que, después de haber renunciado a la corona que le ofrecieron los aragoneses a poco de ocurrida la muerte de don Alfonso en la desgraciada empresa de Fraga, don Pedro Atarés, uno de los más poderosos magnates de aquella época, se retiró al castillo de Borja, del que era señor, y donde en compañía de algunos de sus leales servidores y como descanso de las continuas inquietudes, de las luchas palaciegas y del batallar de los campos, decidió pasar el resto de sus días entregado al ejercicio de la caza, ocupación favorita de aquellos rudos y valientes caballeros, que sólo hallaban gusto durante la paz en lo que tan propiamente se ha llamado simulacro e imagen de la guerra.
[…]
Como era de suponer, la cierva se perdió en lo más intrincado del monte, y a la media hora de correr en busca suya, cada cual en una dirección diferente, así don Pedro Atares, que se había quedado completamente solo, como los menos conocedores del terreno de su comitiva, se encontraron perdidos en la espesura.
En este intervalo cerró la noche y la tormenta, que durante toda la tarde se estuvo amasando en la cumbre del Moncayo, comenzó a descender lentamente por su falda y a tronar y a relampaguear, cruzando las llanuras como en un majestuoso paseo.
Los que las han presenciado pueden sólo figurarse toda la terrible majestad de las repentinas tempestades que estallan a aquella altura donde los truenos, repercutidos por las concavidades de las peñas, las ardientes exhalaciones atraídas por la frondosidad de los árboles y el espeso turbión de granizo congelado por las corrientes de aire frío e impetuoso, sobrecogen el ánimo hasta el punto de hacernos creer que los montes se desquician, que la tierra va a abrirse debajo de los pies o que el cielo, que cada vez parece estar más bajo y ser más pesado, nos oprime como con una capa de plomo.
Don Pedro Atares, solo y perdido en aquellas inmensas soledades, conoció tarde su imprudencia y en vano se esforzaba para reunir en torno suyo a su dispersa comitiva; el ruido de la tempestad, que de cada vez se hacía mayor, ahogaba sus voces.
[…]
Ya su ánimo, siempre esforzado y valeroso, comenzaba a desfallecer ante la perspectiva de una noche eterna, perdido en aquellas soledades y expuesto al furor de los desencadenados elementos.
Su noble cabalgadura, aterrorizada y medrosa, se negaba a proseguir adelante, inmóvil y como clavada en la tierra, cuando, dirigiendo sus ojos al cielo, se escapó involuntaria de sus labios una piadosa oración a la Virgen, a quien el cristiano caballero tenía costumbre de invocar en los más duros trances de la guerra y que en más de una ocasión le había dado la victoria.
La Madre de Dios oyó sus palabras y descendió a la tierra para protegerle.
[…]
Yo me figuro algo más, algo que no se puede decir con palabras ni traducir con sonidos o con colores.
Me figuro un esplendor vivísimo que todo lo rodea, todo lo abrillanta, que, por decirlo así, se compenetra en todos los objetos y los hace aparecer como de cristal, y en su foco ardiente lo que pudiéramos llamar la luz dentro de la luz.
[…]
Tal debió aparecer la Madre de Dios a los ojos del piadoso caballero que, bajando de su cabalgadura y postrándose hasta tocar el suelo con la frente, no osó levantarlos mientras la celeste visión le hablaba, ordenándole que en aquel lugar erigiese un templo en honra y gloria suya.
El divino éxtasis duró cortos instantes; la luz se comenzó a debilitar como la de un astro que se eclipsa, la armonía se apagó, temblando sus notas en el aire como el último eco de una música lejana, y don Pedro Atares, lleno de un estupor indecible, corrió a tocar con sus labios el punto en que había puesto sus pies la Virgen. Pero, ¡cuál no sería su asombro al encontrar en él una milagrosa imagen, testimonio real de aquel prodigio, prenda sagrada que, para eterna memoria de tan señalado favor, le dejaba, al desaparecer, la celestial señora!
[…]
Reunida, pues, la comitiva y conocedores todos del suceso, improvisáronse una andas con las ramas de los árboles, y en piadosa procesión, llevando los caballos del diestro e iluminándola con el rojizo resplandor de las teas, llevaron consigo la milagrosa imagen hasta Borja, en cuyo histórico castillo entraron al mediar la noche.

Para leer en la entrada de los monjes a la Iglesia:
(Bécquer habla ahora, de las ruinas del monasterio que él veía).
[…]
Al penetrar en aquel anchuroso recinto, ahora mudo y solitario, al ver las almenas de sus altas torres caídas por el suelo, la yedra serpenteando por las hendiduras de sus muros, las ortigas y los jaramagos que crecen en montón por todas partes, se apodera del alma una profunda sensación de involuntaria tristeza.
Las enormes puertas de hierro de la torre se abren rechinando sobre sus enmohecidos goznes con un lamento agudo siempre que un curioso viene a turbar aquel alto silencio y dejan ver el interior de la abadía con sus calles de cipreses, su iglesia bizantina en el fondo y el severo palacio de los abades.
Pero aquella otra gran puerta del templo, tan llena de símbolos incomprensibles y de esculturas extrañas, en cuyos sillares han dejado impresos los artífices de la Edad Media los signos misteriosos de su masónica hermandad; aquella gran puerta que se colgaba un tiempo de tapices y se abría de par en par en las grandes solemnidades, no volverá a abrirse, ni volverá a entrar por ella la multitud de los fieles, convocados al son de las campanas que volteaban alegres y ruidosas en la elevada torre.
Para penetrar hoy en el templo es preciso cruzar nuevos patios, tan extensos, tan ruinosos y tan tristes como el primero, internarse en el claustro procesional, sombrío y húmedo como un sótano, y, dejando a un lado las tumbas en que descansan los hijos del fundador, llegar hasta un pequeño arco que apenas si en mitad del día se distingue entre las sombras eternas de aquellos medrosos pasadizos y donde una losa negra, sin inscripción y con una espada groseramente esculpida, señala el humilde lugar en que el famoso don Pedro Atarés quiso que reposasen sus huesos.

Carta V. (Añón).
 […]
So pretexto de ajustar una carga de leña de las varias que tenían sobre algunos borriquillos pequeños, huesosos y lanudos, trabé conversación con una de las que me parecieron más juiciosas y formales, mientras las otras nos aturdían con sus voces, sus risotadas o sus chistes, pues es tal la fama de alegres y decidoras que tienen entre las gentes de la ciudad que no hay seminarista desocupado o zumbón que al pasar no les diga alguna cosa, seguro de que no ha de faltarles una ocurrencia oportuna y picante para responderles.
[…]
Supe, no obstante, que eran de Añón, pueblecito que dista unas tres horas de camino de Tarazona y que en mis paseos alrededor de esta abadía he tenido ocasión de ver varias veces muy en lontananza y casi oculto por las gigantescas ondulaciones del Moncayo, Moncayo, en cuya áspera falda tiene su asiento, y que su ocupación diaria consistía en ir y venir desde su aldea a la ciudad, donde traían un pequeño comercio con la leña que en gran abundancia les suministran los montes entre los cuales viven. Estas noticias, aunque vulgares, escasas y unidas a las que después pude adquirir por el dueño del parador en que estuve los dos o tres días que permanecí en Tarazona, en aquella ocasión sólo sirvieron para avivar mi deseo de conocer más a fondo las costumbres de este tipo particular de mujeres en las que desde luego llaman la atención sus rasgos de belleza nada comunes y su aire resuelto y gracioso.
Esto tuvo lugar hará cosa de tres o cuatro meses, en el intervalo de los cuales todas las mañanas, antes de salir el sol y confundiéndose con la algarabía de los pájaros, llegaban hasta mi celda, sacándome a veces de mi sueño, las voces alegres y sonoras, aunque un tanto desgarradas, de esas mismas muchachas, que, mordiendo un tarugo de pan negro, cantando a grito herido, e interrumpiendo su canción para arrear el borriquillo en que conducen la carga de leña, atraviesan impávidas con fríos y calores, con nieves o tormentas, las tres leguas mortales de precipicios y alturas que hay desde su lugar a Tarazona.

[…]

Rimas:

Rima XIII
Tu pupila es azul y cuando ríes
su claridad suave me recuerda
el trémulo fulgor de la mañana
que en el mar se refleja.
Tu pupila es azul y cuando lloras
las trasparentes lágrimas en ella
se me figuran gotas de rocío
sobre una violeta.
Tu pupila es azul y si en su fondo
como un punto de luz radia una idea
me parece en el cielo de la tarde
una perdida estrella.

Rima XXI
¿Qué es poesía?, dices, mientras clavas
en mi pupila tu pupila azul,
¡Qué es poesía! ¿Y tú me lo preguntas?
Poesía... eres tú.

Rima XXIII
Por una mirada, un mundo;
por una sonrisa, un cielo;
por un beso... ¡Yo no sé
qué te diera por un beso!

Rima XXXVIII
Los suspiros son aire y van al aire.
Las lágrimas son agua y van al mar.
Dime, mujer, cuando el amor se olvida,
¿sabes tú adónde va?

Rima LIII
Volverán las oscuras golondrinas
en tu balcón sus nidos a colgar,
y otra vez con el ala a sus cristales
jugando llamarán.
Pero aquellas que el vuelo refrenaban
tu hermosura y mi dicha a contemplar,
aquellas que aprendieron nuestros nombres...
¡esas... no volverán!.

Volverán las tupidas madreselvas
de tu jardín las tapias a escalar,
y otra vez a la tarde aún más hermosas
sus flores se abrirán.
Pero aquellas, cuajadas de rocío
cuyas gotas mirábamos temblar
y caer como lágrimas del día...
¡esas... no volverán!

Volverán del amor en tus oídos
las palabras ardientes a sonar;
tu corazón de su profundo sueño
tal vez despertará.
Pero mudo y absorto y de rodillas
como se adora a Dios ante su altar, ...
como yo te he querido...; desengáñate,
¡así... no te querrán!

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